El primer encuentro
Las vacaciones de verano estaban a punto de terminarse y Marcos pronto debía volver a su aburrida vida escolar. Era su último año en el bachillerato y se sentía hastiado de todo. No sabía que profesión debía estudiar; en su cabeza pensaba que ni siquiera tenía sentido estudiar algo, porque sea como fuere terminaría trabajando en una oficina con un jefe a quien aborrecería y terminaría el resto de sus días odiando todo y odiándose así mismo como era costumbre. Para colmo, su último año de bachiller lo pasaría alejado de sus amigos, ya que, debido al trabajo de su padre, la familia se tuvo que trasladar a un pequeño pueblo lejos de la ciudad.
El pueblo no era feo, de hecho, podría decirse que, a los ojos de cualquiera, era hermoso y tranquilo. Sus calles carecían de los típicos alaridos citadinos, por el contrario, era tal la calma que se podía escuchar el suave golpeteo de las hojas mecidas por el cálido viento del verano. Esas calles eran las típicas calles empedradas y, por supuesto, había una iglesia en cada esquina. El cielo era tan azul y las montañas de un verde profundo. Quizá, por eso, Marcos lo odiaba tanto, era tan sereno, tan apacible, que, entonces, se volvía aún más esclavo de sus pensamientos. Al menos en la ciudad su fastidio a la vida era opacado de vez en cuando por el griterío de la gente y el imparable ruido de las sirenas.
La familia llevaba ya varios días en el pueblo. Marcos se había encarcelado en su habitación, deambulaba un poco por la casa para buscar algo que comer y, de vez en cuando, tomaba un poco de sol en el jardín mientras escuchaba su música. Obligado por su madre, el pesimista chico hizo su primera exploración al pueblo que tanto odiaba. "Vamos, qué no debe ser tan malo vivir aquí, seguramente hay muchas cosas divertidas que hacer", le dijo su madre para tratar de convencerlo de que disfrutara sus últimos días de vacaciones fuera de la casa. Marcos sólo la miró con unos ojos fulminantes, pero, como sea, le hizo caso.
De verdad que en ese pueblo no había nada que hacer. El inclemente sol había comenzado a quemar su morena piel, por lo que Marcos decidió buscar un lugar más fresco donde refugiarse. A lo lejos pudo divisar una heladería, por supuesto, era la típica heladería provinciana con un montón de mesas con sombrillas afuera. Después de varios minutos de caminar abajo de la crueldad de los rayos del sol, por fin, llegó a las puertas de lo que, para él, en ese momento, era el mismo cielo. Decidió descansar un rato en una de las mesas antes de entrar al local. De repente, de la heladería salió él. Inmediatamente, su corazón comenzó a palpitar con fuerza, era un joven con la piel blanquísima, su cabello era castaño oscuro, sus labios eran muy rojos, pero, lo que más dejó perplejo a Marcos, fueron sus ojos, eran negros, negrísimos, y enormes, realmente enormes, sus pestañas y sus cejas eran abundantes, como una espesa selva, la sensación que había dejado él en Marcos era como la de haberse pedido en un abismo. La piel del chico era tan blanca que resplandecía cada vez que los inclementes rayos del sol tocaban su tez. Su silueta se alejo.
Desde ese día, Marcos volvió diario a la heladería el resto de las vacaciones con la esperanza de verlo otra vez. Pero el encuentro no volvió a repetirse más. Todos los días Marcos se preguntaba "¿Quién habrá sido él?" y se reprochaba una y otra vez su torpeza de acción. Finalmente, el día de ingresar a su nueva escuela llegó. Nada podía causarle más hastío que el hecho de tratar de entablar nuevas relaciones sociales, de verdad odiaba al mundo, odiaba a la gente, odiaba todo. De nueva cuenta debía colocarse la máscara; de cierta forma las vacaciones le habían dado la libertad de ser un poco él, pero ahora debía volver a ser el Marcos carismático, el alumno modelo, el deportista ejemplar; por suerte, había sido bendito con una apariencia encantadora y una inteligencia sobresaliente que lo ayudaban a protegerse de este mundo, porque, de no ser así, ya se habría suicidado desde hace mucho tiempo. La vida siempre le había parecido un fastidio, pero, cuando debía usar la máscara, se convertía en una verdadera agonía, una tortura.