"Un bel di vedremo
Le varsi un fil di fumo
Sull'e stremo con fin del mare
E poi la nave appare"
Madame Butterfly
-Soy Inés, la católica, creo aún infinitamente en las palabras que él me dio. Él hablaba de forma elocunete, su lenguaje no pertenecía al vulgo, no sé exactamente donde fue educado, pero era evidente que no provenía de un lugar común. Sus ojos era azules, muy azules, él me decía que los odiaba, que eran demasiado llanos y excesivamente azules. Yo los amaba, podía quedarme horas enteras observándolos. Para ser muy franca, lo único que recuerdo de él con mucha exactitud, son sus ojos y sus hermosas palabras, lo demás permanece muy vago en mi memoria.
Dentro de la vaguedad de mis recuerdos, aún puedo sentir el roce de su mano con la mía mientras tomabamos café en el centro de la ciudad. Era la tarde, la noche comenzaba a caer y el escándalo de la vendimía se iba opacando conforme se oscurecían las avenidas y callejuelas de la ciudad, la llovizna hizo correr a la multitud, mientras él y yo continuamos charlando, repentinamente tomó mi mano, la frotó contra la suya y me plantó un beso. No recuerdo como fue éste, pero supongo que me gustó, todo de él me gustaba.
Estoy segura que lo amaba muchísimo, aunque dudo que él sintiera lo mismo, incluso no sé si él llegó a enamorarse de mí, yo sí lo hice, desde la primera vez que lo vi, con su saco negro, sus zapatos relucientes, su mentón perfecto y sus ojos azules, muy azules. Era más alto que yo, y eso me agradaba, aunque cuando usaba tacones casi estaba a su altura, no espiritual, pero por lo menos física.
Era amable y caballeroso, aunque algo seco, sin embargo, siempre encontraba la ocasión para hacerme reir por lo menos un rato. Nunca dijo que me amaba, yo lo hice en varias ocasiones, pero nunca tantas como hubiera querido, temía alejarlo con mis palabras. Cuando le decía cuanto lo queria y necesitaba, el volteaba su cabeza hacia mí, me miraba fijamente con sus ojos muy azules y asentaba ligeramente, después sonreía con dificultad y decía "Inés eres muy hermosa, mi Inés, la católica", entonces, yo estallaba en hilaridad, le abrazaba y me iba a una habitación solitaria para derramar un par de lágrimas, después continuaba con mi vida, la vida de Inés.
Era un hombre con mucha clase, gustaba de tomar una o dos copas de buen vino durante la comida, después se dirigía a su estudio, un lugar sagrado, y devoraba libros con desesperación. Jamás nunca podría compararme con él, pues era un erudito, un bello ser humano que había sido bendito con un espíritu inquieto. A veces, me sentaba sobre sus rodillas y jugueteaba vulgarmente con su corbata y sus cabellos, después, él me cargaba y arrinconaba en el sofá, entonces comenzaba a besarme con desesperación, setía su aliento muy cerca del mío, respiraba su aroma y veía sus ojos azules, muy azules, luego, con mi voz casi quebrada le decía, "y si tenemos un hijo, y si adoptamos", él se alejaba de mí, se sentaba, agachaba la cabeza y me repondía, "claro, algún día, te lo prometo". Yo aún creo en sus palabras.
Debo admitirlo, él me refinó, hizo de mi una señorita y una dama después. Primero se sentaba y leía junto a mí, me guiaba, me ayudaba a interpretar los libros, acariciaba mis castaños cabellos y me indicaba la forma correcta de expresarme, tanto oral como corporalmente. Al terminar la lectura, acudiamos juntos al jardín y nos deleitabamos tomando café, galletas y escuchando música. La verdad, casi siempre caía en sueño cuando hacíamos eso, era tan aburrida la música que el amaba, aunque él decía que era exquisita. Sin embargo, la primera vez que oí Madame Butterfly no puede evitar adorarla. Entonces, él se dió cuenta de mi gusto, y con una leve sonrisa comenzó a traducir la opera entera.
Pocos días después, comencé mis clases de italiano, lo que me llevó también a aprender francés y finalmente inglés. No podía dejar de escuchar "un bel di", todas las tardes, sin falta y de manera casi metódica, tomaba un chocolate, miraba por la ventana y veía el cielo, de tal forma que imaginaba el barco de Madame Butterfly, luego cantaba con mucha fuerza y sentía cada palabra, mi cuerpo vibraba y mis ojos se abrían más. Él llegaba, me miraba desde la puerta y me preguntaba si ya había terminado, entonces le sonreía y confirmaba con mi cabeza que mi éxtasis había pasado.
Algunas veces, el señor de los ojos azules se molestaba conmigo, me decía que cómo era posible que amara tanto "un bel di", que era una letra totalmente sosa y machista, que hacía creer a las mujeres objetos indefensos y a la merced de la caridad de los hombres. Entonces, yo sonreía un poco, sólo un poco, me acercaba hasta él, y le murmuraba al oído diciéndole que si acaso él un día tuviese que partir sin mí, no quisiera que lo esperara, al oir mis palabras murmurantes, se alejaba unos pasos de mí y me decía, "tu puedes esperar por quién quieras", después yo insistía, hasta que finalmente me tomaba de las manos y me decía, "está bien, si es lo que deseas oir, lo diré, quiero que esperes por mí", luego yo lo abrazaba. Aún creo en sus palabras.
Nuestra vida era casi perfecta, el único problema era cuando hacíamos el amor, él era muy apasionado, a veces incluso violento, aunque admito que lo disfrutaba, la cuestión venía al terminar el acto, cuando el se iba corriendo al baño a vomitar y a romper en llanto en la bañera, diciendo que se sentía sucio de hacerlo con Fernando, que era una bestia abominable ante los ojos del Creador. Entonces decidimos traer a Inés a nuestras vidas... entonces me convertí en Inés.
Me levanté una mañana, pinté mis labios de rojo, me puse rubor sobre las mejillas, depilé mi cuerpo entero, me puse tacones y un vestido algo anticuado. Él me vio y quedo maravillado, dijo que era muy hermosa, que mi cuerpo tan frágil y bello no tendría problema para cubrirse con exquisitos vestidos europeos, y desde ese día me convertí en una muñeca, su muñeca. Le gustaba vestirme y verme caminar sobre tacones, le excitaba mi delgado cuerpo y mis suaves manos. Finalmente dejó de vomitar y llorar como un niño.
Yo me crié en uno de los barrios más bajos de la ciudad. Era un niño bastante débil, pero muy agraciado, o eso decían las personas, cuando mi madre ya no pudo pagar mis estudios, busqué trabajo, pero todos eran míseros, así que decidí ir con mi amigo Lucas, quien me prometió que me ayudaría encontrar un mejor trabajo, muy fácil y mejor remunerado. Entonces llegamos con Mateo, el dueño de la calle, cuando me vio dijo que sería buena mercancía, y que pagarían muy bien por mi cuerpo. Sin embargo, no fui hombre de muchas expericiencias, porque pronto llegó el señor de la palabra elocuente.